sábado, 9 de julio de 2011

Bucarest: La ciudad de Diciembre de 1989 --- Brasov: Mucho más que una ciudad, unos amigos


Esto no es lo que era, y tampoco creo que lo vuelva a ser. Eso de escribir cada día ya no funciona de la misma manera que antes. Llamémoslo pereza. En ocasiones pasotismo, diciendo: “mañana, que total, por un día más…”. Así que aquí me he plantado en Київ (Kiev) a escribir un porrón de historias que han pasado en los últimos días.

Salí de Cluj, todavía en Rumanía, un miércoles por la mañana. El tren me llevaría hasta Bucarest en ocho horas, según lo establecido. Pero claro, todo “según lo establecido”. En la estación compro mis billetes y todo normal. El tren empieza su trayecto y yo me duermo. No es difícil dormirse con el traquetreo de las vías y con el “chacachá” del tren. El compartimento lo ocupamos una chica y yo. La chica se enerva de los golpes que hay en el compartimento de al lado y golpea la pared con fuerza. Me mira y nos reímos. Ella en rumano; yo me río de la única manera que sé. De camino a Bucarest pasamos por Brasov, la ciudad de aquellos rumanos que conocí en Belgrado. Al pasar por esos lares me da pena pasarlos de largo. La verdad es que es un sitio demasiado bello como para no volver nunca, así que decido que en algún momento tendré que volver a Rumanía para visitar todo lo que me queda. Embelesado en mis pensamientos el tren se para en la estación de Ploiesti. Allí nos detenemos durante más de una hora. Una avería en el tendido eléctrico no nos permite continuar. Solamente hay una vía para los dos sentidos, por lo que no nos queda más remedio que esperar. Hay dos nuevos compañeros de cabina, y la chica ha debido bajarse. Uno de ellos engulle sándwiches. El otro me mira como diciendo “esto es Rumanía, majo”.

Llego a Bucarest con casi tres horas de retraso. Andreea, una CS, me espera en su parada de metro. Llegamos a su casa y acompañamos la conversación y nuestros diferentes gustos musicales con un par de copas de vodka. No nos parecemos en nada, pero ella es una chica risueña con la que se puede conversar tranquilamente. Aunque yo permanezco un poco atontado con el hecho de que al día siguiente viene Zelia desde Madrid. Yo, el llanero solitario, con compañía.

Al despertarme el jueves en Bucarest no encuentro ningún escarabajo gigante de los que Andreea me había advertido que tal vez entraran a casa. Existe una plaga. Desayunamos y nos bajamos a la calle a dar una vuelta por Bucarest. La verdad es que es una ciudad fea, soviética y con un centro que no llama demasiado la atención. Tiene edificios monumentales como el Teatro Nacional o la Universidad, pero no consiguen camuflar ese perfil gris y de hormigón que ha invadió toda la ciudad con el régimen comunista de Ceausescu. La plaza de la revolución de 1989, en la que se acabó con el régimen y con su dictador en apenas 5 días, estremece un poco. Imagino todo aquel espacio, ahora plagado de coches y gente impasible a lo que sucedió. Me la imagino toda llena de estudiantes que, según me han contado, fueron los que de verdad movilizaron a todo el resto de la población. Ahora todo lo empaña un edificio de 20 plantas, acristalado, y las lonas verdes que cubren el Teatro Nacional debido a su remodelación.

Tras dar una vuelta por la ciudad, Andreea me lleva a una cafetería que es parte de una tienda de libros. Una cerveza y una limonada nos dejan satisfechos después de nuestro paseo por esta ciudad bochornosa debido a las amenazas de tormenta y al cercano mes de julio.

Por la tarde Andreea tiene que trabajar, por lo tanto me quedo solito en casa, hasta que voy a buscar a Zelia. Las paradas de autobús en Bucarest no tienen marquesina (algunas). Son un cartel blanco en una farola con un par de números equivalentes a las líneas de autobús que pasan por ahí. Tras preguntar dos o tres veces por la parada, me doy cuenta de que he pasado por delante de ella unas dos o tres veces también. El autobús 335 me lleva al aeropuerto. Es un autobús de línea en el que las pantallas muestran desde niños desaparecidos hasta el mapa de la ciudad.

A la llegada al aeropuerto no existen dos pisos, no dos terminales, ni nada que distinga entre Llegadas y Salidas. Solamente dos puertas señalizadas con carteles. No existen letreros que faciliten saber si un vuelo llega con retraso o no. El aeropuerto de Baneasa ahora tiene otro nombre, que ahora no recuerdo, y que al llegar despista. Al otro aeropuerto que existe en la ciudad también le han cambiado el nombre recientemente. La verdad es que así no hay quien se entere. Al fin veo a Zelia y nos saludamos, hasta que me tapan unas manos suaves mis ojos. No puedo evitarlo, las aparto y me giro. Es Ana! No me lo esperaba, y la verdad es que creo que no reacciono con muchísima efusividad por el choque cerebral. Lo que sale de mi boca es un “¿pero qué haces tú aquí?”. Tras asimilarlo y estar ahí parados un ratejo nos disponemos a buscar la parada del bus de vuelta. En el trayecto no paro de hablar. No paramos de hablar. De Madrid. De Cluj. De Varsovia. Cada uno de lo que sabe y tiene reciente.

Llegamos a casa de Andreea y nos acoplamos. Ellas están cansadas, por lo que nos apalancamos un poquito en casa. Cuando llega Andreea me dice que no hay problema y que se pueden quedar. A partir de ahí todo va bien. Nos relajamos y hasta por la noche no salimos. Vamos a un par de garitos raros. Se encuentran en los sótanos de las casas. La música no nos gusta. La situación tampoco demasiado. Pero al fin ha llegado la compañía esperada durante tiempo. Y también Ana! Nos reímos de la situación, de los Dead Ceaucescus (un grupo de música, como los Dead Kennedys o los Lendakaris Muertos), de un garito bastante siniestro, de un par de CS bastante borrachos, de unos magreándose en los sofases del garito.

Al día siguiente nos damos una vuelta por Bucarest. Robert, de aquella familia de rumanos que conocí en Belgrado, me ha escrito un mensaje para que vaya a visitarlos. Le contesto que estoy con más gente, y él me dice que todos somos bienvenidos a su ciudad, Brasov. Por lo tanto cambiamos los planes y ahora Bucarest nos importa muy poco. Ahora me hace mucha ilusión que Ana y Zelia conozcan a Robert, a Andreea y a Teresea. Sí, casualmente la chica que nos aloja en Bucarest y la mujer de Robert se llaman igual. Espero que no sea demasiado lioso. Lo fue un poco para nosotros al referirnos a una u otra.

Bucarest fluye rápido. Tras ser timados por una verdulera gitana rumana, comprar algo más de verdura y hacer la paella más insípida de nuestra vida (pero un gazpacho exquisito), nos movilizamos hacia Brasov. Solamente a nosotros se nos ocurre ir sin billetes un 1 de Julio de comienzo de vacaciones a pillar un tren que recorre media Rumanía, desde Bucarest hasta Oradea. Aun así encontramos hueco. Llegamos al andén. Aquello es el apocalipsis. En el pasillo del vagón alguien me empuja. Vamos en fila, apretados. Me siguen empujando. Su mano ronda mi bolsillo lateral de mi macuto. Lo de valor lo llevo todo delante. Está rondando el bolsillo de las bolsas de plástico. Nos damos la vuelta y él sigue detrás de mí. Cuando ya giro y le veo la mano dentro de macuto me giro y le digo en español “Bueno, ya vale, no?”, a lo que él me responde inmediatamente “I don’t understand, I  don’t understand”. ¡Pues no son listos los gitanos rumanos y las verduleras gitanas rumanas! Pensándolo detenidamente, esa verdulera cenará a gusto con su familia y me quedo en mente con la cara de ese tipo en el tren. Me río de la cara que hubiera puesto si hubiera sacado una bolsa vacía de mi bolsillo.

El tren va petado y hablamos con un rumano que ha estado en Sevilla viviendo durante 2 años y tiene un acento rumanoadaluzado que, como dijo Zelia “tienes un acento curioso”. Al llegar a Brasov Andreea y Robert nos esperan en la estación. Nos movemos hacía su casa y nos preparan algo de cenar. “Algo” es un decir. Pollo asado, patatas fritas, ensalada, embutido, aceitunas, queso. Esto parece un manjar a las doce de la noche, todo junto con cerveza húngara y eslovaca, porque Robert y Andreea acaban de llegar de vacaciones desde allí.

Al día siguiente subimos a una montaña. La conversación con Robert y Andreea es eterna. Es como si les conociera de toda la vida, así que todo va de maravilla por aquella montaña que nos lleva a un paraje un poco raro. Es como una estación de esquí, pongamos Candanchú. Bueno, de hecho es una estación de esquí, pero es verano, así que lo único que hay es gente que tiene casa en propiedad dando vueltas por allí. Hay un Hotel medio-flotante encima de un lago, unos rulos enormes de masa de churros, o de roscón, con almendras, que se hacen alrededor de palos calientes de madera, y algo de lluvia. La verdad es que el paseo abre los pulmones. Pero el final esperado no ha llegado. Creíamos llegar a lo alto de una montaña, y llegamos a Candanchú.

Al bajar vamos a comprar. El plan es ir al pueblo de Robert y preparar barbacoa. Nos hemos comprometido a preparar gazpacho en una batidora cuyo vaso es de 0.33 litros. Por lo que hacer gazpacho como para 10 nos llevará un tiempo. Compramos todos los ingredientes en un mercado al aire libre, en el cual no nos timan. Es lo que tiene ir acompañado de gente de la zona. Después de un rato de compras y recados nos dirigimos al pueblo de Robert. Ahora mismo o me acuerdo del nombre exacto en rumano, pero sé que su traducción al español era como Aldea Nueva. Traducido queda muy español, y cuando llegamos nos encontramos en lo más rural y provinciano que hemos visto en Rumanía. Robert nos presenta a su padre, a su madre, a su mejor amigo Timy, a su hermano, a medio pueblo. Timy dice que no puede beber, porque ha venido con el tractor de su hermano. Lo que os digo, todo muy rural. A Anita le ronda un jovenzuelo local, Zelia baila con Teresa, la hija de Robert y Andreea, Timy es el master de la barbacoa, bebemos cerveza, preparamos gazpacho montando un espectáculo en la cocina que al final acaba siendo rápido y limpio. Más bien lo acabamos limpiando rápido, porque limpio, lo que es pulcro, no ha sido. En esa mesa, a la hora de comer, hay de todo. Ensalada, calabacines con berenjenas gratinados con queso en el horno, chuletones, unos rulos de carne macerada que se llaman “mici” o algo así, gazpacho (el cual no tiene tanto éxito, porque creo que el comentario general es “pero si esto es verdura machacada, fría y con vinagre!). La barbacoa es en casa de Robert, que tiene adherida un bar que regenta su padre. Las cervezas van y vienen desde el bar; juego al ping-pong sin saber que soy bueno a ese deporte; Teresa, Zelia y Ana pintan animales con tiza y ponen sus nombres en inglés al lado (no sé quién aprende más, si Teresa o Anita). La verdad es que la toma de contacto con la sociedad rural rumana y con el entorno de Robert nos encanta y es una experiencia inolvidable.

Al día siguiente toca la visita, casi obligada, al Castillo de Bran, donde residió Drácula. Nada más allá de un castillo al que se le ha dado bombo y platillo para que se vaya a visitar. Ni siquiera tiene nada de espectacular respecto a su arquitectura, aunque creo que la situación de haber pagado 5€ por la visita al interior hace que lo veamos de otra manera y al final nos acabe gustando. La verdad es que tiene su aquel. Todo decorado en la época de la Reina María de principios de siglo XX, ya que fue la que promovió de manera más fuerte la recuperación del castillo. Después de eso, Robert y Andreea se empeñan en llevarnos a la estación desde la que sale el tren hacia Chisinau, en Moldavia. Es una parada estratégica después de una noche en tren, para luego realizar otra noche en tren hasta Kiev. Pero nada saldrá como esperábamos. Pero eso lo cuanto en la siguiente entrega, que ahora mi CS de Dnipropetrosk, una ciudad al Este de Ucrania, me mira con ganas de ir a comer. Tendré que partir toda la tarea que no he hecho en los últimos días en dos, y las fotos las colocaré aquí y en el próximo post esta tarde o mañana.

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