lunes, 11 de julio de 2011

Suceava: Solamente conocemos la estación y el bar --- Kiev: ¿Dónde habéis puesto las letras que yo conozco? --- Dnipropetrovsk: De paso y con la cabeza en Rusia


Al final he tardado un poquito en continuar la historia de las últimas dos semanas, pero es que no tengo tiempo ni para respirar. Entre trenes y gente la verdad es que estoy un poco estresado. Además, voy un poco a trompicones para llegar a la frontera con Rusia sin problemas. Pero nada que al final no se recompense con gente y con ganas de seguir viajando.

La historia quedó en que el día 3 domingo fuimos con Robert y con Andreea a la estación desde donde salía el tren hacia Chisinau, en Moldava. Andreea compró los billetes y nos dirigimos hacia el andén para esperar al tren. Le han dicho en la ventanilla que no tenemos sitio reservado, pero que si lo hay, pagamos 12 Lei más cada uno en el tren, y tenemos nuestro sitio (algo huele raro). Ya todo eran despedidas y buenas suertes, y que os vaya bien, y tal y cual. Cuando llegó el tren subimos al vagón, en aquella estación desangelada y medio desconchada. Llevamos nuestras cosas hacia el compartimento donde tenemos 4 camas para los tres. Todo es perfecto. Un compartimento para los cuatro solos. Al volver a despedirnos otra vez de Andreea y Robert, Andreea discute en rumano con el revisor. No entiendo nada, pero no me da buenas vibraciones. La verdad es que Andreea frunce el ceño. Robert se pone serio. El revisor coge los tickets y se cambia de vagón. Se va casi corriendo, y Andreea dice que le siga. Le sigo y llega a un compartimento donde está toda la tripulación del tren comiendo melón. Todo son conversaciones y risas entre ellos, y yo observo desde detrás sin entender nada. El supervisor este en cuestión vuelve de donde habíamos venido y empieza a preparar la escalera como para que alguien suba. Pero en realidad es para que nosotros nos bajemos. Ahora, corriendo, aviso a Zelia y a Ana de que nos tenemos que bajar, mientras que otro revisor nos insta a bajarnos a la voz de algo así como “rápido, rápido”, pero en rumano. A lo que yo, nervioso y enfadado en rumano (aunque el tren y la tripulación es moldava) le grito “nie problema!!”. Queriendo decir “no hay problema. Ya vamos. Te esperas un momento, que me la habéis liado”.

Tras bajar Andreea nos explica la situación. El revisor decía que de esos billetes sin reserva tenía muchos, por lo que Andreea dedujo que lo que esperaba era una cantidad de pasta para dejarnos estar. La verdad es que resulta que para moldavos y rusos, la situación funciona así. Nos dirigimos a la ventanilla de nuevo y nos devuelven el dinero con algún recargo, nos tomamos unas cervezas, y nos esperamos a un tren sin cama pero que nos llevará a Suceava Nord, en Rumanía, para luego enlazar con otro que va directo a Kiev. Sin pasar por Moldavia. No queremos saber más de moldavos chantajistas.

Al llegar a Sucava Nord el lunes resulta que no es Suceava Nord. Resulta que se trata de una estación con otro nombre, pero es final de trayecto. No nos importa. Por allí pasa el tren que nos lleva a Kiev, y que tiene como destino final Moscú. No queríamos saber nada más de rusos y moldavos, pero vamos a tener que mediar, porque la de la ventanilla nos dice que son 200 LEI cada uno el billete, pero que no los puede vender en ventanilla. Todo esto con una intérprete improvisada que nos buscamos en la estación. Así volvemos a estar en las mismas. Son las 7 de la mañana y el tren no llega hasta las 14.00. Y además viene con retraso, pero no sabemos de cuánto tiempo. Decidimos gastar Lei en el bar más cercano a la estación. Tres máquinas tragaperras, tres jugadores echan perras, una camarera, dos sentados en las mesas y nosotros. Mochileros con una pinta de guiris del copón. Bebiendo cafés, cervezas y fumando por doquier. Nuestra idea es entonarnos un poco para cuando llegue el tren nos entre toda la modorra y nos durmamos todo el camino hasta Kiev. Se trata de un viaje de unas 16 o 18 horas. Tras mucha conversación, unas cuantas cervezas, y otros cuantos cigarros, contemplando todo el panorama de aquella ciudad que bien podría estar en los años 70, nos disponemos a acercarnos a la estación. Todo ese tiempo en el bar han resultado ser 6 horas de espera, aunque yo lo haya relatado en seis líneas. Un mismo tío pidiéndonos tabaco 3 o 4 veces. Una familia de gitanos al completo abarcándolo todo durante un rato. En fin, un resumen para tener algo que contar en persona.

Ya en la estación nos dirigimos al andén. Todo cuadra, salvo que el tren viene con hora y media de retraso. Nos anexionamos otra intérprete improvisada y cuando llega el tren le pregunta al revisor si hay sitio. El tío, un ruso enorme, dice que sí y nos acompaña a nuestro habitáculo, que ya lo ocupa una señorita. Nos dan sábanas y toallas. El ruso me dice que vaya con él, y me mete a un compartimento como los demás. Pero que debe ser su oficina. Igual que la de los moldavos que comían melón. Me da un papel y un boli, y deduzco que tengo que escribir un precio para que me perdone la vida. Dice que rublos, dólares o euros. Y yo ya había sacado 700Lei para pagarle. Dice que es un tren ruso. Que qué hace él con Lei. Nos habían dicho 200Lei persona (50€). No me quiero arriesgar, no sea que nos dé la patada y nos deje ahí en medio de la nada. Así que le ofrezco 40€. El tío acepta muy rápido y contento. Creo que podía haber sacado el viaje por 20€, pero me acobardé por el hecho de tener que pasar otras 24 horas en aquel pueblo perdido de la mano de dios.

Nos vamos a nuestro compartimento. La señorita que nos acompaña no habla inglés, y en cuanto nos disponemos a cambiarnos, montar las camas y comer algo, se va del camarote. Me medio duermo. Nos medio dormimos pero en una hora está la frontera. Vienen a pedir los pasaportes y nos vamos a meter en esa experiencia que habíamos oído pero que ninguno sabíamos cómo funcionaba en realidad: El cambio de ruedas. Sí. Los raíles en la antigua URSS son más estrechos, por lo que tienen que cambiar los ejes y las ruedas a los trenes. Aprovechas para chequear pasaportes. Se los llevan. Avanzamos, suben el vagón a unos gatos enormes. Entra un mecánico en nuestro camarote, abre una trampilla y quita un perno de medio metro de largo. Entra otra vez, lo vuelve a poner. Después de un ratazo ahí seguimos adelante. Pero al kilómetro o dos el tren se detiene, y empieza a ir hacia el otro lado. Marcha atrás volvemos al edificio de la frontera. Yo apuesto a que se han dejado los pasaportes en tierra y hemos tenido que volver a por ellos. Estos rusos… Estos ucranianos…

A partir de ahí todo será dormir. Hasta Kiev. Salvo un despertar repentino que me dio a las 4 de la mañana, cuando le tocó bajarse al señorita recatada y cristiana ortodoxa con la que compartíamos el camarote. Me desperté de pronto y le pregunté a Zelia “¿Qué pasa, qué pasa?” “Nada, que se baja la ortodoxus” “Ah! Vale! Entonces no me tengo que preocupar de nada, ¿no?” y me volví a dormir. Tras nuestros dulces sueños (yo dormí 12 o 13 horas) llegamos a Kiev. Una ciudad gris. Atrapada en los 80. Un café y una cervecita nos llaman desde un bar en el que, interpretamos tras consenso, que el camarero le ha tirado los trastos a Anita. Cuando Anita vuelve del baño nos cuenta la historia, y deducimos que con esos detalles, y sin nada de inglés de por medio ni ningún vocablo español, por supuesto, el ucraniano ha debido decir algo así como “me gustan tu lunar y tus ojos”. Y la esperó hasta que salió del baño. Anita, espero que escribas un comentario al respecto explicando la situación con más detalle. Estas entradas del blog son tanto vuestras como mías, así que podéis explicar con detalle todo lo que os apetezca. O mandádmelo en un mail y lo pongo, pero queda más vuestro si es en un comentario.

Llegamos el martes y, qué decir de Kiev… En fin, también espero aportaciones de las dos susodichas, pero la verdad es que menos mal que estaba en compañía, porque o no estaba yo de humor para estar solo, o la ciudad es un poco soporífera y poco atractiva. A parte de que nuestro CS era un poco bastante sosainas. Pero sobrellevamos la situación con gran alegría y con buen humor. En compañía de catedrales, de metros horripilantemente horteras, de Lenin observándonos en cada esquina (aquí exagero), de alfabeto cirílico por doquier, de grandes edificios grises que hacen que la ciudad parezca más artificial de lo que una ciudad es de por sí. Y he de decir que después de acompañarlas al aeropuerto, de darme cuenta de que no había dinero para el bus, de sacar dinero de debajo de las piedras (un cajero), buscar otro bus, de llegar en el fragoneto aquel, de dejarlas en el aeropuerto, de tener de nuevo los ojos lloros, todo fue igual en Kiev. Volví a casa y no me apeteció hacer nada en todo el día. Perreé a más no poder. Dormité, no bajé ni siquiera a la calle. Y al día siguiente pretendía madrugar.

Me levanté pronto por la mañana el viernes. Unas amigas de Oleksandr venían a su casa, y yo era el único que las podía abrir. Además, la casa no se podía quedar abierta y yo pirarme. Y Oleksandr no me había dejado llaves para que yo se las dejara a la portera después. Por lo tanto, ahí me tuve que quedar a esperar a las dos hemanas, que resultaron ser dos barbies morenas de Lvyv, una viudad de oeste de Ucrania. Con bolso de D&G, un par de portatrajes, etc… que en realidad nada se diferenciaban de la forma de vivir, de vestir o del piso de Oleksandr. Un poco más tarde esperé, porque vi que había un tren hacia Dnipropetrovsk (Днепропетро́вск lo pongo en ruso, porque aquí se empieza a hablar más ruso que ucraniano. “URSS’s influence”). Salía a la una y algo. Salí de casa a mediodía. Llegué y no había billetes. Contacté con Andrii de Dnipropetrovsk. Le dije que no sabía si podría llegar ese día. Tras la espera en la estación decidiendo qué hacer, decido, tras haber comido algo y con la mente más lúcida, volver a preguntar por un tren hacia Dnipropetrovsk (cada vez me cuesta menos escribir y pronunciar este nombre). Está bien, compro el billete. Son 6 horas de viaje, y llegaré a la 01.34 de la madrugada. A quién le importa. Ahora solo tengo que esperar 2 horas. Y a los quince minutos de encontrar billete me llega un mensaje de Seto diciendo que qué tal si se acercan los cinco a Kiev para unas horas al día siguiente y nos vemos. ¿Acaso los planetas estaban mal alineados o algo? No puedo devolver el billete. No puedo quedar con ellos. Me enerva, pero es así.

De camino a Dnipropetrovsk me toca un vagón cama. El tren tiene 20 vagones. No está mal de largo. Voy en el 17. Me toca un compartimento con un padre, una madre, un hijo de unos 5 años, un estudiante ucraniano y las cuatro camas. Somos 5 para cuatro camas y me veo timado. Yo no quería tren-cama. Yo quería un asiento. Me entero después de que todos los trenes nocturnos son cama en Ucrania, porque hacen distancias bastante largas. De hecho ese tren llevaba viajando todo el día desde las 8 de la mañana, ahora eran las 7 de la tarde, y no pararía hasta las 8 de la mañana del día siguiente. El estudiante es un buen tipo y tras mi “do you speak english?” empezamos una conversación de 4 o 5 horas puesto que en nuestro habitáculo está la familia durmiendo. Me aconseja que nunca beba con gente del tren, ya que algunos querrán ponerme pedo para quitarme las cosas. Acto seguido me ofrece Fanta de naranja y bromea “no lleva narcóticos”. Es cierto, no los lleva. O al menos hasta este momento no los he notado.

Llego a Dnipropetrovsk y Andrii me recibe en la estación con una chica. Juntos, en un paseo de media hora contando batallitas de mi viaje, llegamos a su casa. Una casita pequeña, en un edificio cochambrosillo, pero con todo el encanto que yo busco en estas diferencias. Hablamos un rato y decidimos que al día siguiente no haremos nada. Que nos levantaremos cuando nos apetezca ya que los dos estamos cansados. Así que hasta el día siguiente nada más se supo de nosotros.

Al día siguiente, sábado 9, me despierto a la vez que Andrii y nos disponemos a dar una vuelta por una ciudad en la que poco hay que hacer, pero Andrii es buena compañía para hablar. Muchas menciones y escritos a ídolos comunistas en la que es una de las más importantes ciudades portuarias del río Diéper o Dnipro. De ahí el nombre de la ciudad. Comemos algo ucraniano, en una especie de bar de comida rápida, pero bastante elaborada. Después de una vuelta por la ciudad, no dirigimos a su casa, para hacer tiempo y hacemos la compra para hacer pisto con pollo por la noche. La verdad es que últimamente me estoy dando cuenta de que no me siento con muchas granas de escribir. Así que no tengo demasiados detalles, salvo de algunas situaciones que sí que son dignas de recordar, como la salida de Dnipro (para los amigos).

Al salir de Dnipro el domingo, Andrii me mete en un minibús que me llevará a las afueras para hacer autostop hacia Donetsk. Nada pero que que te dejen en medio de una autopista. Los coches van rápido. Yo pierdo la cabeza. Me pongo a cantar. A bailar. Eso es una locura. Menos mal que corre el aire. Hace un sol de justicia y tras dos horas esperando aparece una pareja de la nada y se ponen allí conmigo. Espera un bus, yo creo. Y en ruso me explican, o entiendo, que debo ir con ellos. Que allí no hago nada. Me meto en un bus que me lleva a algún lado. En medio del trayecto, en el cual me he hecho el longuis y no he pagado, el ucraniano me pasa su móvil y me dice que es para mí. Me entra la risa en un autobús lleno de ucranianos en el que de repente “tengo una llamada para mí”. La voz al otro lado me explica que me baje donde ellos me digan, y que allí coja un bus para Donetsk. Un rato más tarde ellos se bajan y me dicen que me espere a la siguiente. Cuando llega, una chica me dice que me baje. Creo que todo el autobús está al tanto de mi situación, porque cuando me bajo un señor me dice “Donetsk?”, y me hace gestos como para que le siga. Así hago. Ya he decidido que ha Donetsk iré en bus. O algunos lo han decidido por mí. El billete, para 200km, es de 5€ al cambio, por lo que no es ningún trastorno. Y todavía no he viajado en bus por Ucrania, pero me voy a dar cuenta de que el bus va por una carretera que parece que la ha diseñado el que diseñó el mar con sus olas.

Esperando al bus no llega en la plataforma 4. Llega otro a los 10 minutos de la hora de salida del mío y le pregunto. El señor me dice con el dedo y con su móvil que la hora de salida del mío ya ha pasado. Debe ser que aquí nunca se retrasan los buses, ¿o qué? Yo espero, y creo que estoy esperando durante hora y media hasta que llega un bus con el mismo destino, Donetsk. Yo ya no sé si tengo una compañía fija. Si el billete es abierto, o qué pasa. Pero al enseñar el billete al del bus, le tapo la hora. Y al enseñárselo a la revisora del bus, pues también. Y todo funciona, y yo voy de camino a Dontsk y ya todo cuadra. Y la llegada y la estancia en Donetsk la contaré más adelante. Y las fotos prometidas irán todas juntas en algún momento.

Un besazo

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