miércoles, 6 de junio de 2012

El Valle del Río Suru: Las hermanas que me enamoraron


Tras un par de días de indecisión y asesoramiento, a las once de la mañana cojo un autobús que me leva hacia Panikhar desde Kargil. A decir verdad, el nombre ya suena a interesante. Panikhar se encuentra en el Valle del Suru, que es el río que también pasa por Kargil. El autobús –del estatal –serpentea a lo largo de la carretera, siguiendo el zigzagueo del río. La carretera, a ratos asfaltada, a ratos engravada, pasa por Sankoo, donde se baja mi compañero de viaje, que se llama Isaaq y trabaja en el canal de televisión de Kargil. Me ha dicho que le llame a la vuelta para una entrevista para televisión. No he tenido tiempo. Una lástima que la gente de Kargil no pueda disfrutar de mi presencia en sus pantallas. Después de Sankoo empieza a llover y, como no, la lluvia siempre afecta a los viajes por carretera. Pero en este caso no afecta con un retraso al autobús, si no que afecta a mi hombro, mi costado y mi mochila, que se ven empapados por la catarata que entra por la ventanilla poco hermética. Un hombre que se sienta a mi lado me va a diciendo el nombre de todos los pueblos por los que pasamos. No me acuerdo de ninguno, pero tengo un mapa.

Al llegar a Panikhar me advierte de que he llegado a mi destino. Me bajo y le pregunto por la guesthouse. Me señala, pero yo me paro un ratito a fumarme un bidi. A la que se me acerca un hombre con buen inglés hablado (escrito no lo sé). Barbas predominantes, gafas intelectuales y atuendo típico de la zona. Aquí la gente viste con pantalones muy anchos. Y una camisa-camiseta-jersey-delantal que les llega hasta las rodillas, y que va a juego con los pantalones. Por encima llevan otro jersey que a veces les llega a los tobillos. Cuando se sientan, con el jersey-falda se crean una tienda de campaña con la que no pasan frío. Entablo una conversación con él que empieza por las preguntas de interrogatorio correspondientes hacia mi persona, y que continúan con una derivación hacia términos religiosos. “¿Qué opinas del paisaje que tienes alrededor?” Pues que es bonito con locura, la verdad. Pero él no está contento con esa respuesta. Él quiere más. “¿No te parece que es una verdadera maravilla de creación de Allah?” Bien, por ahí ya sé hacia donde vamos. Pero bueno, yo me meto hasta el fondo del agujero y le dijo que yo no soy espiritual ni creo en ningún dios. Fallo número 1. Nunca digas que no crees en ningún dios. Fallo número 2. Nunca digas que crees en la ciencia como explicación al origen del universo y de las cosas. Bueno, no son fallos. Es mi manera de pensar. Pero no lo hagas cuando te acabas de comer un autobús largo y tienes ganas de echarte un chai y una siesta, en ese orden. Repito, no lo hagas. Aunque la conversación es interesante y me atrapa ahí mismo, al borde de la carretera, me defrauda un poco. Es algo despiadada y arrogante, con intentos de conversión religiosa. Con ganas de encoranizarme (acercarme al Corán) y hacerme discípulo de Allah.

El buen señor, que es profesor de escuela, decide acompañarme con mi consentimiento hacia la guesthouse que, como el autobús, también es estatal. Una habitación maravillosa, con dos camas y muchas mantas, y un chai calentito. Pero veo que el profe tiene ganas de marcha y se sienta en una de las butacas. Yo me siento en la otra. Por aquí y por allá seguimos debatiendo. Llegado un punto nos damos los emails y él, introduciéndose como Abdhul Rachid Najar, me deja en manos de mi té, no un poco descontento por seguir encontrando personas ateas por el mundo.

Un té y una siesta arreglan el cuerpo de cualquiera. Decido salir a darme una vuelta antes de que caiga el sol. Las nubes son una maravilla, y este valle tiene mucho que aportar a mi vista y al objetivo de mi cámara. Las tonalidades de las nubes varían en grises, porque esa noche va a llover. Otro profesor se cruza en mi camino nada más salir de mi habitación cámara en mano. Cámara en mano yo. Él con el Corán en la cabeza. La conversación surge y transcurre de la misma manera que la anterior, pero esta vez no vemos inmersos en el tema que yo he propuesto: “fenómenos naturales a los que se les atribuía la acción divina, y que con el tiempo fueron explicados por la ciencia. ¿Por qué no puede pasar lo mismo en el futuro con la creación del universo?” Pues resulta que en el Corán, según mi segundo amigo y profesor, ya decía hace milenios que la lluvia surgía por evaporación, que el agua tenía un ciclo y tenía nociones del cuerpo humano que el resto de la humanidad desconocía. Resulta que el resto del mundo no conocía esta sabiduría porque Allah advirtió de no compartir todos estos conocimientos con personas no devotas a su religión. Al salir de casa de este maestro me decidí a, en un futuro cercano, encontrar una copia del Corán en inglés o en español. A ver si me estoy perdiendo una sabiduría infinita solo por no haberlo leído.

Con esta lecciones religiosas, una abrumadora cantidad de “daal” (lentejas con cebolla, o judías pintas con cebolla. Depende) y arroz me voy a la cama penando en el Corán, en la creación, en las lentejas y en qué hacer al día siguiente.

Me levanto tarde, desayuno mis “chapatis” (tortitas de pan, hechas con harina y agua caseramente) con mantequilla y mermelada y me tiro al monte, que para eso soy capricornio. En mi mapa sale un valle, el del río Chalong Naia, con un camino a través del cual puedo disfrutar del resto de la mañana y una tarde placentera. Después de una subida constante hasta donde hay algo de nieve, me atrevo a alzarme en unas rocas de la cresta de la montaña. Ahora sí que puedo contemplar los Himalayas. Ahora si que me siento en la cima del mundo, aunque no esté en el Everest. Ahora sé de lo que estamos hablando porque, a lo lejos, puedo contemplar sin haberlo planeado a, como dijo Hans, las dos hermanas. Nun & Kun. Los dos picos más altos de la zona, y entre los más altos de India. 7140m para Nun y 7090m para Kun. Dos maravillas de la creación de Allah que se alzan ante mí. Desde lo que calculo que serán unos 3.500m (nuevo récord para el menda). Tras una hora de observar el Nun, el Kun, y todo lo que se antoja por delante, me decido a bajar. Pretendo, en un llano que he visto de la altura, probar si funciona mi lona con palos que me puede proteger del frío y de la lluvia en un día de caminata que se ponga feo. En dos puestas en cuclillas y dos levantamientos de un par de piedras que no eran de gran tamaño la cabeza se va para los lados y me tengo que sentar. A estas alturas, y no es que esté viejo, no se puede andar tonteando. Hay que hacerse a ellas. Decido recoger y bajar.

Por el camino de bajada veo que el suelo brilla como si purpurina hubiera en él. Resulta que todo lo que me rodea es algo parecido al granito. Y si no me equivoco, el granito está compuesto por cuarzo, feldespato y mica (gracias, Conocimiento del Medio). Y creo que, de ellos tres, la mica era la que era como de láminas brillantes. Pues es todo eso lo que brilla por el suelo y le da un tono carnavalesco a los caminos que camino. En ellos también se cruzan vacas y cabras, más peludas que las que conocemos en casa, porque a estas alturas hay que estar melenudo para pasar el invierno.

Siesta y un despertar a la voz de “la cena está lista” harán de la tarde algo corto que en seguida se hará noche. Con el daal ya saliéndome por las orejas, y sin tener narices a una ducha de agua fría. Porque aquí el agua es lo que tiene. Que es como si viniera de los Himalayas. Pues eso, que ni siquiera un lavao polaco: cara, culo y sobaco. Ni siquiera eso. A la camita, que la roña te hace más calentito.

El segundo día en el Valle del Suru va a comenzar. Me he levantado algo más temprano que el día anterior. Son casi las siete y el que lleva el royo de la guesthouse me pregunta que a qué hora quiero desayunar. Le digo que a las siete y me dice que no, que a las ocho y media… ¿Para qué pregunta? A las nueve y media estoy saliendo por la puerta, con el último coscorrón. Estoy por pedir el libro de reclamaciones de India. No el de un lugar u otro. El de India en su totalidad. Por favor, los quicios de las puertas algo más altos. Que no me he curado del último chichón y ya me estampo el siguiente. Y en esta puerta de Panikhar especialmente. Con todo el macuto a la espalda, o todo lo que he preparado en Kargil dejando allí lo prescindible, me dirijo a Parkachik. Otro pueblo con nombre rural que tiene un nombre encantador. Y para llegar a él tengo que cruzar Lago La, o Parkachik La. Depende de quién te lo diga. “la” significa “paso”. Por lo tango es el Paso de Parkachik, pueblo hacia el que me dirijo.

Tras el coscorrón observo que ha nevado. La cresta de la montaña y de Lago La (que luego me informarán de que está a 3810m. Récord de nuevo!!!) están blanquecinas. Pero para el momento que cruzo el río hacia allá todo se empieza a derretir. Hace un sol de justicia, y el día ha empezado caminando en llano. Pero eso deja de ser verdad cuando llego al pueblo de enfrente, no muy lejos, y todo empieza a verticalizarse. Subiendo como puedo un prado me encuentro a una señora que con gestos y alaridos se dirige hacia mí. Yo le digo que voy a Parkachik, y ella me dice que es para allá (derecha). Yo estoy subiendo para el otro allá (izquierda) porque es menos empinado y me voy a encontrar con el mismo camino. No nos entendemos, ella sigue diciendo que para el otro lado, y cuando tras media hora llego al punto que me estaba señalando antes, pues la saludo desde lo alto para que vea que no soy idiota.

De subida me encuentro a más pastores, que es el oficio más extendido en la zona. Las cabras, vaca y ovejas son el ganado que domina por esta zona, por lo que todas las colinas, senderos, caminitos, prados y demás se encuentran marcados por manchas blancas, marrones y negras por doquier. También puedo ver burros, como no, más peludos de lo que estoy acostumbrado a ver. Lo que no me esperaba ver es marmotas. Dos cabras corren por la colina. Detrás de ellas dos perros muy raros. Con las patas muy cortas y muy peludos. Agudizo la visto y atisbo que son unos enormes roedores. Sí. El guarda de la guesthouse me resuelve la duda cuando llego a Parkachik.

Pero para llegar a Parkachik primero tengo que cruzar Lago La. Y tras una ardua tarea, tres horas de camino desde que salí de Panikhar y unos sudores que me hacen agonizar, me encuentro en lo alto del paso. Las hermanas, Nun y Kun me saludan desde un par de valles más allá. Las vistas son espeluznantes. Desde arriba puedo ver tres o cuatro pueblos separados por una roca que sale de la tierra de un kilómetro de largo. Luego me enteraré que todos los pueblos forman Parkachik. Parkachik Goma (Arriba) y Parkachik Yoma (Abajo). Como Villarriba y Villabajo, solo que aquí no usan Fairy y el jabón es en pastilla. Y hablando de jabón, la lavandería, como no me lo esperaba de otra manera, la hacen las señoras. En una piedra lisa como el mármol, pero de granito, puesta encima de una acequia frotan su pastilla de jabón contra las alfombras de más de diez metros de largo mientras el resto de la prenda ya lavada flota en la acequia serpenteando cual culebrilla de color rojo con motivos dorados.

Lago La. Allí arriba la realidad se transforma y todo lo que había visto antes se ve colapsado por las vistas de Nun y Kun. En realidad es difícil distinguirlos, porque están rodeados hacia mí y a sus lados por más picos que a veces, por su cercanía, parecen más altos que las propias “hermanas”. Pero no. Nun y Kun se dejan ver desde Lago La entre las nubes. La nieve se volatiliza en forma de harina fina desde Su crestas en dirección norte. Ni siquiera las nubes pueden pasar de largo su belleza y se ven ancladas a sus picos durante extensos minutos. Tan extensos como los que yo transcurro en lo alto de Lago La, simplemente observando esta creación de Allah o desarrollo de la propia naturaleza a lo largo de los años, que ahora me deja anonadado. No puede ser de otra manera y, tratando de encender un bidi –cosa que no es fácil a esas alturas y con esos vientos -, veo como la vida transcurre, pequeñita, en el fondo del valle. Este valle, a este lado de Lago La, también es el Valle del Suru. Aquí el Suru fluye dirección sur, pasando por Parkachik. Cuando llega a Tangol vira hacia el oeste para más tarde hacerlo hacia el norte y dirigirse hacia Panikhar, donde estuve antes. Entre medias Lago La. A un lado Panikhar, de donde vengo. Al otro Parkachik , a donde voy. A ambos lados el río Suru. Yo en el medio, aunque más tirado al lado Este. Al lado del Nun y el Kun. Al porvenir. Los colores desde aquí arriba no dejan lugar a la pasividad. Desde el fondo se puede ver el color gris azulado del río Suru, con las diferentes tonalidades de verdor que se extienden por la paleta de las llanuras cercanas al río, irrigadas por los campesinos para el cultivo. Verde que con el viento cambia de color a cada segundo, oleando a lo ancho del valle. Si subimos un poco en altura el color empieza a ser marrón. La roca empieza a predominar por encima de la vegetación, para ir dando entrada al color gris. Un gris que empieza delicado, pero que se irá oscureciendo, hasta llegar a convertirse en el blanco impoluto de las nieves. Estas son las escalas de color que hipnotizan. Y entre el Nun y el Kun, rompiendo toda escala, el Glaciar Parkachik –que en mis mapas de 1979 también lo llama Kangriz – nace abrupto.

La bajada la rige una vaca negra. Decido seguirla por el camino que, aunque empinado, rocoso y resbaladizo, surca rápido la ladera de la roca, que en este lado del valle baja de manera estrepitosa, haciendo de mi bajada a Parkachik un descenso de no más de 45 minutos. A mitad de camino de la bajada tengo que decidir entre uno de esos pequeños grupos de casas. Tirar a la derecha o a la izquierda. Bien, pues sigo a la vaca. Cuando llega al pueblo me dicen que el Tourist Resthouse está en el otro lado. Ya me da igual. Es solamente un kilómetro. Creo que e algo totalmente factible. Té, dos ciclistas empedernidos y un israelí un poco perdido me esperan. Daal, que ya me sale por las orejas. Mucha conversación, que ya empezaba a echar de menos, y una cama calentita con muchas mantas y una vista de la luna casi llena sobre Nun y Kun que pone los pelos de punta. Creo que el yeti va a salir por algún lado.

Tras la primera noche en Parkachik, el israelí (Dima) y yo decidimos ir hacia el glaciar. No podía ser de otra manera. Habiendo un glaciar por aquí por los alrededores yo lo tengo que ver. Es algo de otro mundo. De ese otro mundo en el que me encuentro yo ahora. Conseguimos subir una empinada colina de rocas y arenas que resulta ser la pared creada por el glaciar hacia el exterior. Cuando cresteamos vemos el glaciar al otro lado. Imponentes cubos de hielo de color blanco y gris se aposentan unos sobre otros creando esa basta extensión de agua y hielo, mezclada con roca, que destruye todo a su lento paso, con la calma de una avalancha perezosa. Dima y yo nos quedamos contemplando los colores. Estamos en época de avalancha, puesto que el sol empieza a derretir la nieve. Podemos oír unas cuantas pero no podemos divisarlas. El ruido no es ensordecedor puesto que las nieves se encuentran a unos kilómetros de distancia, pero aun así estremece. Entre eso y las detonaciones para la construcción de una carretera en el otro lado del valle Dima bromea con “esto parece Israel”. Nos miramos y nos echamos a reír. Puede ser la falta de aire, pero no podemos parar.

A la vuelta nos echamos un siestorro, y durante la cena escuchamos alguna de las historias de Mohammad Ibrahim, el guarda. La nieve en invierno llega a los cuatro o seis metros. Salir de casa es una odisea. Las escuelas están cerradas pero la carretera está abierta. No hay ganado en invierno, puesto que viven de verduras desde diciembre hasta marzo. Escavando sus caminos por los alrededores se pueden mover. Deben ser como marmotillas por aquí y por allá. Apañando lo que tengan que apañar dentro de las casas, porque fuera no queda más que ver venir la nieve y dejarla ir de nuevo. Durante los meses de buen tiempo, en lo que no nieva (tanto. Porque me han dicho que aquí nieva hasta en agosto) se desarrolla toda la agricultura, ganadería, construcción… se abren de nuevo los caminos, las acequias, las huertas, los pastos. La piedra vuelve a formar parte de la vida cotidiana, construyendo diques contra las avalanchas del invierno, caminos destrozados por el deshielo. Casas basadas en el mismo tipo de piedra que las rodea, y que desde la altura las hace estar totalmente mimetizadas con el entorno. Aquí las mujeres trabajan en los mismos oficios que los hombres. Tanto las puedes ver construyendo una carretera, que una casa, que pastoreando, que lavando.

Es hora de irse a la cama. Dima quiere volver por el Lago La, y como yo no tengo otra cosa que hacer, pues le voy a acompañar. Vamos, que no es que le acompañe si no que me apetece ver de nuevo a Nun y Kun desde la altura. Pero antes de acostarme, y después de acostarme porque no puedo dormir, diviso por la ventana la luna, hoy llena, alumbrando las nieves de Nun y Kun haciendo que sus reflejos me cautiven. Todo es oscuridad, menos las cumbres pintadas de blanco que a medianoche, con a luna, están teñidas de color de plata. Ciertas nubes hacen que el reflejo de la luna en ellas sea aun mejor de lo que sería de cualquier otra manera. Un bidi y el sueño me entra, entre cumbres, lunas y demás.

Chapatis, tortillita chai y a correr. Nos espera un día largo porque Dima lleva todo su macuto encima, por lo que todo el camino es más pesado de lo que debería. Además, pierdo el norte intentando encontrar un atajo y nos metemos por un camino de cabras que al final, pese a no tener ni pies ni cabeza, nos lleva al sendero en el que encontramos mis propias huellas. Entre todas esas paradas que hacemos, unas veces para divisar el camino correcto y otras simplemente para contemplar por última vez ese bello valle en el que se encuentra Parkachik, nos encontramos con un gran grupo de vacas. Las cabronas no tienen reparo en subir a donde sea, y es observándolas como encontramos e camino correcto. Gracias a esa parada. Desde Lago La –o Parkachik La, según se vea –vemos por última vez y desde lejos todos esos rasgos que nos han cautivado. Las señoras con inmensas cestas a la espalda recogiendo mierda que luego secarán para utilizar como combustible; las casas sin cemento; el glaciar; gentes con las espaldas cargadas de mantas, que se mudan a las montañas para para pastorear o construir la carretera; Parkachik Goma y Parkachik Yoma; aldeanos y aldeanas cavando zanjas y caminos que el invierno destruyó. Todo eso es lo que podemos ver o lo que a mí me pasa por la cabeza cuando diviso aquel pueblo desde lo alto.

Tras todo esto y mucho más que queda en la memoria para siempre, nos levantamos al día siguiente a las cinco de la mañana para coger un autobús que nunca saldrá a las seis, y que al final será un “sumo” por unas pocas rupias más. Vamos a hacerlo todo del tirón. De vuelta a Kargil encontramos un “sumo” de precio razonable que nos va a llevar hasta Leh. En resumidas cuentas, son ocho horas de viaje con una familia tibetana en un coche bastante amplio en el que, aunque vayamos doce en ocho asientos, todo se lleva de maravilla. La señora que se sienta a mi lado me enchufa a su hijo cada vez con más violencia. Parece que ella no lo quiere tener encima. Yo tampoco, pero al final acabo jugando con él. Hemos llegado a esa parte de Ladakh en la que nada crece en las montañas. En la que a 3.500m todo es desierto con cumbres borrascosas y nevadas. Es un paisaje lunar que nunca he visto antes y que me está haciendo pensar que me voy a quedar aquí el mes que me queda en India. Os daré más información en el futuro. De momento montando campamento base en Leh, recopilando información y material para próximas aventuras. No os doy pistas. Todo vendrá en a próxima entrega. Aunque a partir de ahora el blog será menos constante.


ovejas peludas

marmota montañera

Panikhar
Las hermanas Nun and Kun, y yo

y el enano


lo que hay que ver...



ventanas hacia las montañas




el glaciar Parkachik
papelera en el colegio
enanito entre las hierbas y los glaciares


La Lechera aquí también es una buena compañera

Carreteras en Marte, digo... en Laddakh

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