Y en un recuento de esas cosas que la gente pone en Google, y que al final acaa en mi blog, viene la siguiente: que esta mas cerca de china laos o gales Al lorito!!!
Kao San, en Bangkok, es una sola calle. Una aglomeración de bienes y servicios para el turista. Una masificación de bares donde emborracharte, de pareos, carteras, camisetas y demás atuendos, de agencias de viajes, de viajes, de comida en la calle, de carnets falsos, de prostitutas, de sastres que hacen trajes a medida, de tuk-tuks, de motos, de mas bebida, de internet-cafés… Todo para que te sientas como en casa en esa estrecha pero larga calle de Bangkok. El autobús que venía de Koh Tao me dejó ahí, por lo que no tenía mucho más remedio que quedarme allí, ya que a las tres de la madrugada no hay mucha más opción. Solamente eran dos días de paso. Recoger el visado, cambiar dinero, y aprovechar que con la habitación me la han clavado un poco para bajar el presupuesto con la comida, que es excesivamente barata e inolvidablemente rica, exquisita, sabrosa, picante… Me he puesto las botas en estos dos días allí.
Con los nervios a flor de piel he cogido, porque lo que tiene Kao San es que hay mucha competencia y hay buenos precios, una furgoneta barata hacia el aeropuerto. En cálculos normales llegaba una hora y media antes de que mi vuelo saliera para Yangón, en Myanmar. Pero los cálculos aquí no funcionan y hemos llegado quince minutos más tarde, lo que no me daba mucho margen de maniobra. A cola de facturación era infinita. Todo el mundo protestaba por la anormalidad de la situación. Yo nunca había estado en ese aeropuerto. No puedo decir. No puedo comparar. Lo único que sé es que me estaba comiendo los pellejos de los dedos porque a quince minutos de que me cerrasen el embarque todavía no había facturado. Inmigración también ha tardado lo suyo. Por la cantidad de gente en la fila y porque me he pasado un día de visado, por lo que me tocaba pagar la multa. Se me fue la olla y cuando reservé los vuelos, pues que reservé para un día más tarde de lo que debía. Después de eso, la cola del control ha ido rápida, y rápido he ido yo hacia la puerta de embarque. Cuando llegaba al mostrador la chica anunciaba por megafonía que iban a cerrar. Un suspiro de triunfo y para dentro. Me he excedido como cuatro kilos en el equipaje, pero creo que la tía del mostrador, con el estrés que tenía, ni se ha enterado o no se ha querido enterar. Otro suspiro de triunfo.
Un vuelo de una hora y diez minutos y llegamos a Yangón. El aeropuerto es mucho más de lo que me esperaba. Mucho más nuevo. Mucho más avanzado. Pero no hay más que pasar inmigración (satisfactoriamente, sin sobresaltos ESTOY EN MYANMAR!!! BIRMANIA!!! YANGÓN!!! Me acuerdo de aquel libro, padre y madre: Los piratas del Rangún. Desde que decidí venir aquí, siempre que menciono el nombre de la capital me acuerdo de aquel libro) y salir a pillar un taxi para darse cuenta que hay un salto atrás en el tiempo de unos 40 años. Los taxis están destartalados. La gente sonríe por todo (cosa que ahora, después de 40 años, ya nadie hace), los edificios crujen y se quejan por el moho y por longevos, todo parece escena de una película apocalíptica en la que algo ha pasado hace unos años. Pero todo eso tiene un encanto sobrenatural. Un encanto que nada más ver la ciudad desde el taxi ruinoso hace que me guste cada vez más. Y solamente he tenido que esperar a dejar las cosas en el hotel para darme cuenta de que cada vez me gusta más. La gente sigue sonriendo a cada paso que doy. Me señalan el piercing de la nariz. Se ríen. Me río. Se ríen aún más. Saludan. Saludo. Las aceras se rompen a pedazos. Los puestos callejeros son innumerables. Todo tiene un olor y un sabor a viejo y usado que le dan a esta ciudad un aire melancólico y triste, aunque feliz en las caras de las que la pasean y la sortean. La gente aquí transmite bien estar. Saber estar. Feliz estar. Poder estar. En solamente unas pocas horas de contacto con la capital me he dado cuenta de todo eso. Solamente en un pequeño paseo, en un adentramiento a uno de los mercados, en un regateo con un tendero, en un vistazo a diferentes guesthouse… En un pequeño tanteo de la ciudad he podido contemplar algo de todo eso que cuento que me ha enamorado profunda y repentinamente. Creo que disfrutaré de la ciudad. Creo que disfrutaré de la gente.
Después de un día de bienvenidas y presentaciones con los rasgos de la ciudad, empieza el rodaje. Un desayuno fugaz y estándar en la guesthouse nos hace a Leo y mí salir escopetados. Nos hemos conocido en el avión y hemos compartido habitación. Reduciendo gastos. Primera parada: estación de trenes para tantear nuestra salida de Yangón. Acercándose uno a ella, cuanto más cerca, da la impresión de que va a ser algo destartalado. Nada más allá de la realidad. Existen letreros. Nada en inglés. Una vez dentro, multitud de taquillas en desuso. Solamente una abierta. Da la sensación de que aquello ha estado cerrado durante años y la acaban de abrir. Sin barrer ni nada. De que acaba de salir de una etapa de letargo o un merecido descanso. Me parece a mí que nos están dando precios de turista. Es demasiado caro. Plantearemos nuestra salida de la ciudad por otros medios. Yo lo tengo decidido. Esa misma tarde abandono. Ya tendré tiempo, si me apetece, de volver a la capital antes de coger el vuelo de vuelta. Ya he tenido un pequeño contacto con ella. Hay un autobús que sale por la tarde hacia Bagan. Ese es mi destino. O eso creo por el momento.
Después de la estación de trenes nos vamos hacia Shwedagon Paya. Una obligación si uno está en Yangón. Multitud de “stupas” rodean la “stupa” central de oro. Una “stupa” es un monolito en forma de campana. Un altar simbólico en un lugar sagrado. Esta es de dimensiones sobrenaturales. La más grande que he visto. Se trata de un complejo en el que miles de burmeses acuden como destino de peregrinación. Maciza de piedra por dentro, por fuera está forrada de oro en su totalidad. Digamos que no solamente la iglesia católica gasta el dinero en este tipo de reliquias y monumentos. Pese a estar repleto, la paz y tranquilidad del lugar absorben a uno en el silencio de los rezos. Un lugar que impresiona y del que en realidad no tengo muchas palabras.
Con plan en mente me vuelvo a la habitación andando. Es una hora de camino, o por el estilo. En el camino de vuelta me cruzo con un chaval. Lleva lo que llaman “longyi”. Es una especie pareo que la mayoría de la gente lleva como falta. Tanto hombres como mujeres. El primer día, nada más llegar a Yangón, me hice con uno. Se va muy fresquito. Como me ha dicho un señor hoy en el tren, con su inglés de Vallekas (o de Mandalay): “es el uniforme de Myanmar”, y se ha descojonado. Me encontré a ese chaval con su “longyi” y una camiseta de “Punks not dead”. Ahí es nada! No creo que sea fácil ser punky en Myanamar. Me dejó tan descolocado que no me acordé ni de sacar la cámara y pedirle una foto.
Tras pasar por un mercado que me volvió a enamorar, y es que parece que tengo el corazón sensible cuando se trata de esta ciudad, me pasé por el restaurante indio que ya habíamos probado el día anterior. Si resultara que Myanmar solamente tuviera el permiso de tener una virtud, esa sería la gente. Pero si hubiera de tener dos, serían la gente y la comida. Al menos a mi parecer, la fusión que aquí se da de comida china y, por lo general, asiática, con india y nepalí, hacen de un simple puesto callejero un manjar sin igual. Samusha! Son empanadilla de cebolla y curry. Una delicia que, padres, o quien quiera que venga a India, degustaréis día y noche. Está en todos lados. Está aquí en Myanmar. Estará en India esperándonos.
Tras un tortuoso viaje de casi hora y media en el 43 a la estación de autobuses, que en Yangón se encuentra más lejos que el propio aeropuerto, me decido a comprar mi billete para Bagan. Tarea imposible. Todos los buses están llenos. Tengo que cambiar mi plan repentinamente. Ya iré a Bagan. Nuevo destino: Mandalay. Un amable burmés, que nunca supe si querría dinero por la ayuda (porque los burmeses son majos, pero no creo que todos ellos, y menos en una estación de autobuses, te ayuden altruistamente), me recorrió todas las compañías con la misma respuesta. Incluso les planteamos que fuera sentado en el pasillo, pero se negaron. Yo quería ir a Bagan. Era un planazo. Estaba todo cuadrado. Pero estas cosas fallan y los planes están para romperlos y rehacerlos en minutos. Mandalay pues. Dos horas me quedaban para que saliera el autobús. Me fui a comer algo. Un señor con una botella de whisky se sentó al lado de mí. Con lo que a mi me gusta comer en silencio. Él era de Mandelay. Ha trabajado en Londres y en Emiratos Árabes. Su hermano es profesor en Mandalay. Por lo que me cuenta, una ciudad de personas ricas. Muy ricas. Él conoce a unas pocas. Él debe de ser uno de ellos, porque tiene teléfono móvil, cosa que aquí es un privilegio incluso para los turistas. No es posible conseguir una tarjeta SIM así como así. Me cuenta que ha trabajado en hoteles en Londres, en un hotel de cinco estrellas en Emiratos Árabes, sus novias en Tailandia, sus novias en Mandalay. Tengo el contacto de su hermano en Mandalay por si acaso me apetecía verle.
Ya en el autobús, en el cual nadie se sienta a mi lado en todo el trayecto, por lo que puedo expandirme, veo que la señora al otro lado del pasillo anda con problemas para reclinar el asiento. Hago lo que está en mi mano y se lo reclino. Madre e hija me agradecen sin palabras. “no hay de qué”, pienso para mí. En una parada en la que me quedo en el autobús, ellas se bajan. Vuelven con una caja de bollos para mí. Me la dan. He aprendido a no decir que no a veces. Rechazar un regalo puede ser grosero e impertinente. Mucho peor que aceptarlo. Acostumbrado a que nadie te regale nada por la calle, es extraño. Acostumbrado a ese pensamiento de “¿podrán permitírselo?”. Pero si lo han hecho no es porque esperen nada a cambio.
Mandalay me recibe a las seis de la mañana con un café espeso y amargo, un taxista en moto y una oferta, que por mi torpeza y sueño decido aceptar sin problemas. No es barato. De hecho es caro. Pero estoy algo torpe como para pararme a pensar en donde coger una furgonetilla de esas en las que la gente se apiña para ir al centro. En términos comparativos, el precio de la moto al centro ha sido la mitad que el de un viaje en tren de doce horas. Me doy unas vueltas, dándome cuenta que más allá de lo que dice Lonely Planet, en esta ciudad no hay nada. Buen trabajo hicieron los de Lonely Planet, porque tampoco había mucho trabajo que hacer. Lo que hay es lo que se ve, y no da ni para llenar una página del libro. Una siesta mañanera servirá para completar la mañana.
Mandalay sigue los estándares de Yangón. Todo el mundo se acerca por la calle a saludarte. A mirarte. A sonreírte. Más de uno me ha preguntado que si soy nepalí. Ahí me quedado con la boca medio abierta más de una vez. A la cuarta ya me lo he tomado con filosofía y he preguntado. Me han dicho que lo creen por el piercing de la nariz. Pero no me ha sabido explicar por qué. El nivel de inglés era básico. Todavía me tengo que enterar por qué los nepalíes tienen piercings, o si este hecho es verdad o no. Es un día de esos de paseos sin rumbo. Respirando el aire – contaminado – de la ciudad. Un día para observar. Para ver lo que se deja ver aquí. Para interactuar. Para entrar en contacto. Para ver rasgos y costumbres. Observar que para llamarse, en vez de decir “eh!”, o chistar, o qué se yo… en vez de todo eso, tiran besitos. Que muchos mascan betel, aquello que te deja la boca roja. Que aquí van con faldas y a lo loco. Que los rasgos cambian, tirando a ser una mezcla entre India, China y Sudeste Asiático.
Una bici alquilada me acompaña en mi segundo día en Mandalay. Pronto por la mañana la adquiero, y me dirijo al mercado para verlo. Simplemente para vagar por sus calles y dejarme encantar por su olor. Después voy a la estación de tren para coger mi billete para el día siguiente hacia Hsipaw. 4$, doce horas. Me romperé el culo – literalmente – porque no hay asientos en segunda clase y tengo que ir en tercera. No es un problema, aunque doce horas sentado en un banco de madera te pone el culo morado. Pero para pillar el billete necesito mi pasaporte, que no tengo encima. Vuelta a la guesthouse, donde me acuerdo que quiero ir a correos con libros que enviar de vuelta a casa. En el último par de meses he adquirido demasiadas camisetas nuevas y demasiados libros. Es hora de soltar lastre. No me acuerdo que es sábado. Correos está cerrado. Vuelta a la guesthouse. Cojo el pasaporte y voy a la estación. Ya tengo mi billete de tercera clase para Hsipaw. El día puede comenzar.
De camino a Mahamuni Paya paro en lo que creo que es Mahamuni Paya. Visitando el templo y sus respectivas “payas” o “stupas” un monje se acerca a hablar conmigo. Hablamos de su vida. De su vida de monje. De su temprana edad, cuatro años, cuando entró en el monasterio. Ahora tiene treinta. Sobre su familia en Yangón. Sobre su Bagan. Me recomienda ir a Mahamuni Paya, así que me doy cuenta de que no estaba en Mahamuni Paya. Me lleva al lugar donde ayuda a unos doctores que tienen una clínica. Me presenta a una enfermera. Hablamos de Bagan. Me regala un mapa de Bagan que trae de su casa. Se siente muy agradecido de poder practicar su inglés conmigo. Más agradecido me siento yo, le explico, de que la gente en este país sea así de atrevida y cercana con cualquiera que pasa. Tras un largo rato de conversación, pese a solamente ser las diez de la mañana, le dejo con sus quehaceres, y el me deja con mi bicicleta. Todo en su sitio. Nos despedimos y cada uno a lo suyo. Si vuelvo a Mandalay, volveré a verle.
Mahamuni Paya es un templo inolvidable. Todas sus entradas son largos pasillos llenos de puestos con souvenirs para el turista, pero también de artículos para el creyente. Todas las entradas desembocan en aquella sala con un dorado, brillante y enorme budha. Solamente los hombres tienen permitido el acceso para entrar y tocar a budha. Las mujeres permanecen fuera, observándolo, rezándolo, arrodilladas. Aquel que entra para ver y tocar a budha lleva una hoja de papel de oro. Unos más grandes, otros más pequeñas. Todos con la misma intención: adherirla a la estatua de budha. Así, budha crece cada día.
Después de allí fui a Mandalay hill. Un templo custodia la ciudad desde lo alto de esta colina, a la que hay que subir sorteando los más de 1.500 escalones. Un viaje largo. Pasando por diferentes templos en el ascenso, cuando llegué arriba las vistas eran lo de menos. Tampoco eran para tanto, la verdad. Lo que necesitaba era una botella de agua. Familias enterar viven alrededor de los templos y pagodas. Unos incluso dentro. Otros en las escaleras de ascenso. De bajada. De bajada no puedo evitar comprar tres samusas. El hombre me dice que si las quiero para llevar o que si me siento en los escalones a comérmelas. Pues me siento con él, ¿por qué no? Al decir eso me prepara una ensalada de jengibre, chiles y una salsa deliciosa que hacen de la samusa un manjar. La chica del puesto de al lado se acerca para hablar conmigo. Me dice que ella prepara ensalada de papaya. Uno de esos placeres terrenales a los que no puedo decir que no cada vez que lo veo. Pero esta vez estoy lleno. Sin sentirme presionado por ella, pero tal vez sí por la ensalada de papaya, le digo que voy a volver a Mandalay antes de irme de Myanmar. Que cogeré una bici para venir a verla y probar la ensalada de papaya. Se ríe. Creo que no me cree. Pero en realidad tengo que volver a Mandalay porque he dejado cosas allí.
Después de la colina, me dirijo a un templo que he observado desde lo alto. Se trata del lugar donde albergan el libro más grande del mundo. No me refiero a extenso en duración de lectura, pero se trata de setecientas y pico piedras talladas con las historias de un rey de estos lares. Cada una de las láminas de piedra está en una “stupa”, por lo que el lugar lo componen una “stupa” dorada central rodeada de cientos de “stupas” blancas más pequeñas. Solamente una de las escrituras está tallada en hierro. Es porque en la segunda guerra mundial la gente iba a morir a esa “stupa” por el contenido de su relato. Algo sagrado. Se vio tan deteriorada que tuvieron que retallarla. Todo esto me lo explica un hombre que después me lleva a un templo en el que ha sido día sagrado. Un día cada tres años. Después de eso vamos a la residencia universitaria de los monjes. Hablando con uno de ellos, me cuenta que lleva cuatro años. Cuando acaban su cuarto año están graduados, pero después pueden continuar. Pueden hacer de misioneros y ayudar durante un año, para después proseguir con su carrera con lo que sería para nosotros un máster, pudiendo obtenerlo en el extranjero. Las opciones más atractivas para ellos son India y Tailandia. India por ser cuna del hinduismo. Él está muy emocionado, aunque estudiando muy duro para poder terminar en Marzo. Vida de monje. Mente sana. Mente que no para de estudiar y curtirse. Desafortunadamente y para mi decepción, este hombre con el que he estado dos horas visitando la residencia y los templos, a la hora de irse, me pide dinero. Porque soy un poco gilipollas, que todo hay que decirlo, le doy 1€. Porque me embelesa con la tontería de que si su tal y su pascual. Un euro no es dinero, pero le digo que así no se hacen las cosas. Que si quiere pedir dinero que lo pida al principio y deje a la gente decidir, y no venga con el cuento después. En fin, que no le debería de haber dado nada.
Una cama me esperaba, impaciente ella e impaciente yo, porque al día siguiente tengo un tren a las cuatro de la mañana hacia Hsipaw. Bonito tren en tercera clase. Metro mis cosas por una ventanilla. Entro luego por la puerta y me aposento en mi asiento. Bonito banco de madera. Ya sé por qué la gente trae una alfombrilla y se tumba en el suelo. O un cojincito para el culito. Todo el mundo me mira. Todo el mundo me sonríe. Todo el mundo sonríe el polaco que se sienta al lado mío. Todo el mundo nos mira porque somos los únicos guiris del vagón. Ha sido un viaje largo, pero placentero. Nos invitado a de todo. A comer. A fumar. A beber. A sí, porque aquí se fuma dentro del tren. Y a un lado. Y al otro. En todos lados. Al principio me he ido entre vagón y vagón, pero luego han abierto todas las ventanas y los fumadores se han puesto a fumar a discreción. Un burmés de origen indio me ha estado dando cigarros por doquier. La señora de enfrente nos daba a probar de todo lo que pillaba por la ventana cuando el tren paraba en una estación. Para desayunar todo el mundo ha desayunado lo mismo. Arroz amarillo y arroz marrón con diferentes tempuras: de cebolla, de espinacas con no sé qué, samusa… Todo metido en una bolsita y a comer con las manos. Muy rico. Las cosas saben mejor cuando te chupas los dedos a cada bocado. Entre lecturas, fotos y miradas por la ventanilla han ido pasando las horas. Alguna que otra cabezada ha caído, cuando el meneo del tren lo permitía. Como antigua colonia inglesa, Myanmar tiene una red de trenes que le da mil vueltas a la de Tailandia, incluso. Por no decir a Laos y Camboya, que ni siquiera tienen tren. Hablo de la red de trenes, porque lo que es la velocidad no da mil vueltas ni en dos horas. Hablando certeramente con los datos la mano y los hechos en mi dolorido culo, estamos tratando del problema siguiente: Si un tren sale de Mandalay a las 4 de la mañana cargado de gente hasta los topes, con más bolsas que personas, y con los pasillos llenos a rebosar de equipajes y de gente durmiendo o tratando de dormir, con dirección a Hsipaw, ¿cómo coño lo hace para tardar doce horas para doscientos kilómetros? O, formulada la pregunta de otra manera, ¿cuál es la velocidad media a la que tiene que ir para llegar a Hsipaw doce horas después y que la gente no se tire por la ventanilla en aquel puente? La respuesta es 16km/h de media. Espeluznante!!! Se me erizaban los pelos y todo del vértigo.
Invitado a todo lo que uno pueda ser invitado: comida, bebida, tabaco… un trayecto en tren inolvidable. El hombre sentado enfrente de mí me dijo, después de diez horas sin hablar, en un bastante correcto inglés “te gusta el arte ¿verdad? Tienes ojos y cara de que te guste el arte”. Nunca me había planteado que mis ojos pudiesen anunciar que me gustase el arte. Es parte de esa magia que tiene Myanmar. Al llegar a Hsipaw busqué esa guesthouse que siempre tengo que encontrar al llegar a cada ciudad. La encontré, y me tiré todo el día haciendo el vago. Encontrando mi lugar para comer. Haciendo de esta ciudad un punto de partida hacia lo que iba a ser una de las mejores experiencias de este viaje me dejé llevar por sus colinas y sus pagodas. Me volví a encontrar con Rouven, un alemán que conocí en Mandelay. Al comentarle que pretendía irme a Namshan a patita en un pateo de tres o cuatro días me dijo que se adhería al plan. Pues ahí que fuimos. Quedamos para tomar unas cervezas después de subir a un par de pagodas y preparamos el planazo.
A las siete de la mañana estaba yo desayunando al lado del mercado de Hsipaw, vacilando con una niña y mi cámara de fotos. Dejándola hacer fotos a su madre mientras ella decía “ma” señalando la pantalla de la cámara. Unos noodles a los que todavía tengo que encontrar semejantes a lo largo y ancho del mundo, y una familia muy acogedora. Ahí me encontré con Rouven de nuevo y salimos en busca del valle encantado. Nos costó salir de Hsipaw (pronunciado Sipo) un buen rato. Haciéndonos entender, y con las indicaciones y datos copiados de un libro de referencias de otros peregrinos de estas montañas, salimos y conseguimos ponernos rumbo a Mordor (Namshan). Todo fluía como agua en el arroyo hasta que nos entró el hambre. Sabíamos que había un pueblo en nuestro camino no muy lejos, pero sí muy cuesta arriba. Llegamos al pueblo en cuestión y, haciendo el gesto de comer hacia nuestras bocas, encontramos una casa en la que nos dieron algo de comer. Ya nos habíamos informado de antemano que no existen restaurantes ni pensiones de camino donde quedarse a dormir. Solamente existe la hospitalidad y solidaridad de la gente. Por aquella casa pasó todo el pueblo a ver quién mierdas había parado a comer. A ver a aquellos dos tipos con barba que comían arroz y huevos cocidos. Tras muchos gestos de agradecimiento y una propina, que nunca queda mal, salimos del pueblo en dirección a nuestro Mordor particular.
Tras una hora o algo más de caminata nos entró la duda de si íbamos por el camino correcto. Utilizando la brújula y todo, y sirviéndonos de nuestras notas decidimos que no, y volvimos a intentar otro camino, que tampoco nos convenció. Volvimos al camino del principio, sin tener nadie a quien consultar en ningún momento. Cruzamos bosques de bambú, subimos y bajamos colinas, cruzamos arroyos secos en la estación sin lluvias, meditamos decisiones, y vimos de repente un refugio de leñadores que sería nuestra salvación en caso de no encontrar nada más. Decidimos que los dos pueblos que divisábamos a lo lejos estaban muy lejos para alcanzarlos antes del anochecer, por lo que decidimos hacer noche en el refugio. Haciendo tiempo y viendo el atardecer, los leñadores aparecieron y, para nuestra suerte, fue la mejor aparición que pudo haber aquella noche. Les preguntamos si nos podíamos quedar a dormir con ellos y con una sonrisa de oreja a oreja y sin una gota de inglés nos dijeron que sí con mucho encanto. Nos prepararon cena, nos dieron de fumar, no dieron de beber sin descanso, aprendimos algo del idioma, mientras ellos aprendían también algo de inglés, fumamos tabaco en cachimba de bambú, nos reímos con los malentendidos, de nuevo con mi piercing de la nariz, y a la cama todo juntitos arropaditos con mantas enormes y calentitas.
A la mañana nos levantamos a las seis con un pedazo de plato de arroz y demás para desayunar. Creyendo que estábamos más al norte, de repente, siguiendo las indicaciones de nuestros anfitriones, nos topamos de nuevo con el pueblo en el que comimos el día anterior. Lo que se llama “dar un rodeo”. Encontramos un campesino que nos guio en nuestra dirección. Algo más lejano de lo que creíamos, y sin agua de camino, encontramos Kun Hauk. Un pueblo pequeño en lo alto de una colina, al que llegamos hidratados gracias a los tres ríos que hay a su entrada. Agradecimos sin palabras aquellas aguas frescas después de tener que dosificar nuestros últimos recursos. Al llegar al pueblo pudimos de nuevo ver aquellas caras de asombro. De esos niños que salen de sus casas y al vernos abren los ojos desorbitadamente hasta que no pueden más y corren de nuevo hacia adentro para dar la noticia a sus padres. O a toda la familia. O a todo el pueblo. Porque eso era lo que encontrábamos a cada nuevo pueblo. Un comité de bienvenida. En el monasterio nos dijeron que nos acompañaban a casa de un hombre que nos podía alojar. Un verdadero encanto de persona. De familia. En aquella aldea, y de hecho en toda la región, nadie habla burmés. Todo el mundo habla ploung, ya que es la tribu-raza-etnia-cultura que habita por aquellos lares. Algo aprendimos de ploung. Tan cansados estábamos que a la cama nos fuimos a las siete de la tarde para despertarnos al día siguiente a las seis de la mañana en lo que sería un largo día.
Aquel hombre de aquel lugar nos dijo que había un camino más corto hacia Namshan. Lo que no nos dijo es que para ello debíamos cruzar innumerables valles y senderos, lo que hizo de la hazaña una travesía mezclada con odisea. Rouven iba jodido desde el principio. Yo iba, contra pronóstico, fresco como una lechuga desde temprano por la mañana hasta las últimas horas del día. Cada día llegué a nuestro destino pudiendo seguir con la cantinela durante un par de horas más. No había quien me parara. Quien nos parara. De hecho nos hicimos una media de diez horas de pateo al día. A nuestro paso la gente nos ofrecía comida. Nos ofrecía té. Nos ofrecía sitio para dormir. Nos cogía del brazo. Nos enseñaba. Nos mostraba. Nos miraba. Nos sonreía. Nos indicaba y nos decía adiós con la mano torpe que les caracteriza. Porque decir hola y adiós con la mano está muy bien para nosotros, pero no es un gesto que aquí sea normal. Lo han aprendido de otros locos como nosotros que también han paseado estas montañas. Pero no coordinan muy bien el vaivén de la mano en el gesto. Al igual que el “sí” y el “no” no tiene gesto facial. Pese a mover la cabeza para decir “sí” o “no”, la verdad es que no te entienden. Pese a todo eso subimos y bajamos valles. Creyendo que el puto Namshan estaba más cerca de lo que estaba, íbamos desbocados. Tras muchos pasos y algún que otro trote llegamos a lo que quisimos creer que era Namshan y no era. Nos dijeron que teníamos que seguir para adelante. Aquí las indicaciones y los nombres de los pueblos están escritos en un idioma muy raro que no sabemos descifrar, por lo que al llegar a cada pueblo teníamos que preguntar si ya estábamos en Namshan. Resultó que no, y un amable señor, al anochecer, nos dijo, en inglés, que hablaría con el monje del monasterio del pueblo para que nos diese cobijo, porque era muy tarde para seguir para Namshan. Además, íbamos ya jodidos. Dormimos en un monasterio con su monje y todo. A la mañana siguiente llegamos a Namshan. Día de relax.
Estas gentes. Aquellas gentes. Las que nos han enseñado que los cigarros se pueden fumar a través de una cachimba de bambú. Que mascando un fruto seco con hoja de lima segregas más saliva y no necesitas tanta agua. Que lo que parece “aquí al lado” está “allí a tomar por culo”. Los que no tienen una palabra en su idioma para decir “extranjero”. Los que sonríen por todo. Los que andan kilómetros cada día. Los que viven en las alturas. Los que plantan té. Los que conocen la selección española y a Cristiano Ronaldo. Los que te invitan a sus casas. Los monjes benevolentes y sensatos. Tranquilos y apacibles. Los paisajes que nos han transmitido tanta paz y tantas cuestas arriba. Los tirones musculares. Los “no puedo más, estoy que reviento”. El arroz con las manos. Los puritos locales. Las duchas en la plaza del pueblo en la fuente pública. El agua congelada. Las cumbres borrascosas. Las carreteras polvorientas. El no querer salir de allí nunca más. El camino de vuelta en furgoneta-minibús con tiempo para reflexionar en todo lo que pasó. El tenerlo en la memoria y no poderlo soltar todo ahora. Pero guardarlo para cuando me siente en ese sofá y la gente desfile por delante de mí escuchando historias. El abuelo batallitas que durmió en el monasterio en Myanmar. Todo eso y mucho más queda en la memoria. Y, como siempre, para los lectores, un porrón de fotos.
Y CUANDO ACABO DE ESCRIBIR ESTAS LÍNEAS, ME DOY CUENTA AL INTENTAR ENTRAR EN MI BLOG, QUE LA PÁGINA ESTÁ CENSURADA POR EL GOBIERNO. SEGUIRÉ ESCRIBIENDO Y LO INTENTARÉ EN TAILANDIA.
Namshan sirvió de punto y a parte. Llegamos pronto por la mañana. No había nada que hacer más que visitar las pagodas, monasterios y templos de turno. Pero después del pateo que nos apretamos, lo que nos apetecía era no hacer nada. Salimos a comer samusa, típica de aquí y de India. Una especie de empanadilla fritanga rellena de repollo con curry. Una maravilla de la que me he enamorado y creo va a sustituir a la ensalada de papaya que el Laos me dejó maravillado. Rouven se quedó sobando. Yo me subí al monasterio más alto del pueblo, para ver la panorámica. Impresionante. Entre unas cosas y otras se nos hizo la hora de la cena. El abuelo del dueño del bar inmigró de China a Myanmar en aquellos años. Ahora la familia ya vive en Myanmar como burmesa. Nos estuvieron explicando todo el royo familiar, donde estaba cada hermano, y nos llevó a dar una vuelta al bar de un amigo suyo, en el que nos apretamos una cervecita china, más barata que la vietnamita, y comimos algo más de samusa. No puedo parar de comer samusa. Es fritanga, pero está muy buena y está en todos lados. Al día siguiente, en una pick-up de la que creíamos que no salíamos de lo apretados que íbamos, volvimos a Hsipaw pasando valles encantados y carreteruchas dignas de una película de Indiana Jone. Y más gente. Y más niños. Y la pick-up que cruzaba ríos y lo que se le pusiera por delante. Volvimos a Hsipaw sanos y salvos. Mandalay nos esperaba después de un nuevo viaje en tren, pero solamente como parada de tránsito para ir a Kalaw.
Todo el mundo al que le gusta patear las montañas o lo que sea, a los que les gusta el senderismo, o el trekking, que aquí se lleva más por aquello de que ahora vivo en inglés, hablan de Kalaw. La meca del viajero aquel que quiere adentrarse en las montañas y conocer diferentes tribus. La oportunidad de ir hasta el Lago Inle, un lugar de esos que es obligatorio conocer en Myanmar. Llegué a Kalaw con ganas de empezar una nueva aventura por las montañas. Me encontré con la guesthouse más barata de todo Myanmar. La verdad es que eso fue una suerte después de llegar con un autobús nocturno cinco horas antes de lo previsto. Eso también fue una sorpresa. No es que tuviese retraso. Es que tuvo adelanto. Allí nos plantamos Rouven y yo sin tener ni puta idea de lo que hacer. Nos llevaron hacia la guesthouse en la que habíamos hecho reserva para el día siguiente. Porque esa es otra: este año ha habido un boom turístico en Myanmar con la noticia de la apertura al exterior y la visita de Hillary Clinton y la CIA. La gente quiere ver esto antes de que se convierta en un Tailandia como otro cualquiera. Nos dieron una habitación y fuimos felices para esa noche.
Preparar el trekking era lo que me quedaba. A la mañana siguiente me acerqué al dueño de la guesthouse, un hindi bastante apañado que me dijo que él los organizaba. Después de escuchar todo lo que nos tenía que contar y ver las fotos que nos tenía que enseñar le pregunté si era posible hacer el trekking por mi cuenta. Me dijo que no. Que el gobierno en esta zona no permite esas aventuras. Le pregunte si, sinceramente, era imposible hacerlo, o era simplemente porque él quería conservar el negocio. Ahí empezamos el mal royo. Me dijo que si me iba a hacer el trekking solo y los militares me encontraban en alguna zona en la que se suponía que no debería estar, me metería en problemas yo y le metería en problemas a él, porque después la policía haría preguntas. Hasta ahí todo claro, pero después me empezó por el royo de que si el desarrollo de la comunidad y de que si todos los extranjeros venimos con ganas de hacer todo a nuestra manera sin colaborar con la gente ni contribuir al desarrollo. Y a mí con esas no. Por el mismo precio que le pago a él por una caminata por las montañas un día, he estado haciendo lo mismo durante tres en el norte. Desarrollando la comunidad, pagando por alojamiento, por comida y bla, bla, bla. Luego me encontré con uno de Barna y un belga que iban a hacer un trekking. Me uní a su grupo.
Esa noche nos fuimos de rones a un bar local. El bar de la oposición. Aung San Suu Kyi es la representante de la oposición en este país. Ha sido liberada hace unos meses tras la visita de Hillary Clinton, como un gesto de apertura en el país. Todo de cara al exterior. Ahora esta mujer viaja acompañada por el gobierno en lo que se declara como la campaña de apertura a la democracia. Todo parece muy bonito pero no lo es. La gente que se abre un poco a una conversación política dice que nada cambiará, aunque se tiene fe. En aquel bar compartimos canciones y sonrisas, aprendiendo burmés, y aprendiendo a cantar en el mismo idioma. Reímos y nos destartalamos a base de rones, con la intención de ir a cenar en algún momento. Al día siguiente nos esperaba un ascenso a las montañas y el comienzo de un pateo al Lago Inle. Tras una cenita de rigor en un nepalí (otra vez), nos fuimos, borrachos, a la cama.
Madrugamos para salir de Kalaw, y tras rifirrafes con la dueña y el dueño de la guesthouse nos fuimos. Nos tenían un poco enciscados por aquello de no ir de trekking con ellos y por querer hacerlo por nuestra cuenta. Así que entre risas y tal el de Barna y el de Bélgica nos fuimos a nuestro lugar de partida después de un paso por el mercado, que nunca me dejan de encantar con sus olores y colores.
Esos tres días por las montañas no tienen mucho que contar, pero para mí mucho de lo que he aprendido. Yulai, la guía, fue un encanto con toda su información y con su eterna sonrisa. Siempre atenta y siempre ahí. Subiendo y bajando montañas, el primer día, llegamos al final a un pueblo en el que dormimos en casa de un hombre muy amable. Todo está preparado por Yulai y su padre, pero así fue una buena experiencia. Yulai nos dijo que todo el mundo se queda en el mismo pueblo a dormir. Lo que llaman el pueblo-hotel. Pero nosotros fuimos a otro diferente, lo que lo hizo un poco más especial. Dos holandeses también estaban en nuestro grupo. Tras vagar por las montañas y llanuras, descubrir que en dos valles puede haber muchos dialectos diferentes, que tu nombre puede depender del día en que hayas nacido, que por haber nacido en sábado mi animal es el dragón, lo que me hace bastante especial porque es el único animal ficticio de todos los que te pueden tocar. De saber que hay árboles sagrados, pero que te puedes subir a ellos. De saber, de aprender, de asombrarnos, y de probar comidas y cenas deliciosas. Después de todo eso y mucho más, echamos el cierre tras unas partidas de cartas y unos chupitos de ron.
A la mañana siguiente, tras levantarnos un poco tarde y desayunar, salimos de camino a lo que sería nuestra próxima parada: un monasterio en el que dormir. Nada que ver con el monasterio de Namshan. Nada que ver con aquella experiencia en la que dormimos en un monasterio por necesidad. Esto estaba todo preparado y no tuvimos ni siquiera contacto con el monje del lugar. Pero antes de todo eso aprendí mucho más de lo que un paisaje me tiene que enseñar o un lugar te tiene que transmitir. De las sonrisas y de los gestos. De las estrellas. De la gente que te mira y no te habla, pero te dice. Te dice como puede algo que no entiendes pero absorbes. Aprendí que las moras no son siempre moradas o rojas. Metí el culo en el agua de un río fresco para darme un baño cuando nadie más se atrevió. Buen royo en el paseo, rodeado de campos de cultivo, bueyes y búfalos, en un paisaje bastante seco, antes de llegar a aquel monasterio donde volvimos a tentar al ron y a las cartas para que fuesen nuestras compañeras de aventuras antes de entrar en un profundo sueño que nos llevó hasta el último día de camino.
Corto último día que nos llevó ya al Lago Inle. A un pequeño pueblo pegado al lago donde nos despedimos de Yulai y emprendimos el camino (en barco) hacia NyaungShwe. Esto es otro royo totalmente diferente. El lago abastece a miles de familias (he corregido, porque en un afán desenfrenado de dar a la historia una magnitud extraordinaria, había puesto “millones”) y las abastece de recursos. Tanto la pesca como la agricultura son un medio y una forma de sustento. Construyen lo que se llaman huertas flotantes. Se trata de elevaciones artificiales de tierra por encima del lago. Todo con sus pueblos y casas flotantes o sostenidas sobre altos pilares sobre el agua. Pero esta connotación de atractivo lleva a una sobrepoblación de turistas que hacen que aparezcan estas aberraciones que solamente los visitantes a este lugar conseguimos que perduren y sigan hacia adelante, y a las que me opongo totalmente, cada vez que puedo. Como tener que ver a una mujer de una tribu local sentada para mostrar lo que llaman “las mujeres de cuello largo”. Se trata de una tribu que hace que sus mujeres se pongan unos collares, estirando su cuello a lo largo de su vida. Esto ha pasado de ser una novedad para ser un jaleo turístico en el que una señora se sienta en una tienda durante todo el día mientras frente a ella desfilan turistas haciéndole fotos y diciendo “ah, muy bien, tiene el cuello muy largo”. Ir a sitios petados de gente porque son interesantes, sí. Eso no.
Pasamos de ser los turistones del lago para alquilar unas bicis y dar una vuelta por su alrededor. Saliendo de Nyaungshwe nos encontramos con un edificio en construcción bastante grande. Unas cincuenta personas están trabajando en la obra. A ese ritmo lo acaban en un periquete. Al acercarme por un caminito para tirarme una foto me llaman a gritos. Con las manos y a gritos. Me acerco y me invitan a un té. De un té pasamos a un plátano y unos cacahuetes, muy extendidos en este país. Si ya estaba aficionado a los frutos secos, aquí me he acabado de enamorar. De los cacahuetes a un purito y, cómo no, a un poquito de vino de arroz. Se acercan mis amigos. También son invitados. Entre risas y un poco de inglés, y de nuevo tener que explicar que la capital de España no se llama Real Madrid, sino simplemente Madrid, echamos el rato ante esa casa que en diez días estará terminada. La verdad es que el día lo llevamos a regañadientes entre las bicis, el calor y el viento de cara. Y que el paisaje no acompaña. Tal vez hemos elegido el lado incorrecto del lago. Tal vez no tenga mucho que apreciar desde el exterior. La verdad es que nos rematamos la jugada con una vuelta fugaz a casa, a por una siesta de esas que de vez en cuando se echan mucho de menos.
A las cuatro de la mañana del día siguiente un autobús me llevará a Bagan. No puedo esperar. Se trata de un complejo de templos que nada tiene que envidiar a Angkor Wat, en Camboya. Pero para llegar, antes hay que sufrir un poquito. Solamente un poquito. Doce horas de autobús local, pequeñito, en el que marca un máximo de 24 personas pero yo ya llevo contadas 30 y pico. Un señor se espanzurra a mi lado. No me queda mucho espacio. La verdad es que va petado de turistas. Ya se sabe. Es el trayecto desde Inle Lake a Bagan, las dos maravillas de Myanmar. No sabía cómo iba a acabar eso, pero a lo largo de varias cabezadas contra y con el asiento de delante consigo que sea algo más llevadero. Aunque el día había pintado muy mal al principio, con lluvias desde la guesthouse hasta la para del autobús, ahora hace buen tiempo. Solamente me queda una prueba más que pasar antes de bajarme del autobús, y es que aquí, el gobierno, en realidad como cualquier otro, cobra por la entrada a todos los parques naturales y zonas de interés cultural. Todas son todas. Me colaron la de Inle Lake y, aún sin visitar el lago en condiciones, solamente por entrar al territorio, tuve que pagar. Bueno, la verdad es que aquí se dice que no se sabe muy bien donde va el dinero de todas estas entradas, por lo que decidí no pagar la de Bagan. No es que sea una cuestión de querer o no querer. Es la cuestión de echarle morro. Cuando entras con el autobús a la zona, paras en una caseta como de peaje. Todos los guiris fuera y a pagar! Me acerqué a la mesa del infierno, donde cobran, y le dije que cogía un avión al día siguiente desde Bagan, y que no iba a tener tiempo de visitar los templos. Me miró con cara de incredulidad. Me dijo que me echara a un lado y dejé pasar a los siguientes. Poco a poco fui reculando, silencioso con un gecko al acecho de un mosquito, y me escaqueé. Todo ha salido bien. Con el culo averiado y lo nervios a flor de piel por querer salir de ese bus, llegamos Nyaung U.
Nyaung U es la ciudad cercana a los templos, y que da alojamiento a la mayoría de los visitantes. Además de eso, un mercado inmenso de esos que a mí me gustan da alegría al lugar. Un mercado de esos con su carne, con sus moscas, con su pescado, con sus moscas, con su todo, con sus moscas… Un finlandés y yo hacemos migas para compartir habitación. Compartir habitaciones en Myanmar me está salvando la mitad del presupuesto. Y lo de las caminatas por el monte también. Los dueños de la guesthouse son una maravilla. Son muy majos y risueños. Me enamoré de ellos nada más verlos. Alquilamos bicis para el día siguiente. No podía esperar a visitar Bagan.
Bagan, como decía antes, son un porrón de templos construidos en una llanura entre algunas montañas. Algunos de ellos tienen casi 18 siglos de antigüedad. Por no decir 19 ó 20. Ó 17. En su mayor esplendor, Bagan contaba con la exageración de tener más de 4.000 templos. Eso hace que hoy en día todavía se mantengan en pie más de 2.000, debido al paso del tiempo, y al terremoto de 1975. El escenario es mucho más cautivador que Angor Wat, simplemente por el número de ellos, pero en realidad Angkor Wat tiene un detalle en cada uno de ellos individualmente mucho mayor que Bagan. Pero en Myanmar te puedes permitir el lujo de irte a un templo y quedártelo para ti solo durante un rato. Incluso uno grandecito. Sin problemas. No hay tanta gente. Lo que aquí es uno de los cuatro destinos más importantes de Myanmar, se convierte en un paseo por el campo sin mucha aglomeración debido a que el terreno es amplio y los visitantes al país no tantos en comparación con cualquier otro país de los alrededores. Véase Taj-Majal, India; Angkor Wat, Camboya; Luang Prabang, Laos; o qué se yo!
Para templos, fotos. Y eso es lo que más impactará de este lugar. Porque puedo hablar de piedras, de relieves, de budhas enormes, de ladrillos que no dejan ni que un pelo entre uno y el de al lado, de todas esas maravillas arquitectónicas del lugar. Pero aun así, nada puede con una buena foto. Y después de ir una tarde a la puesta de sol a un templo en forma de pirámide que estaba masificado, la verdad es que las fotos son de lo mejorcito. No me quiero quitar méritos, pero el lugar ofrece mucha ayuda al fotógrafo.
Después de Bagan, por aquello de bajar de camino a Yangón haciendo un par de paradas, cometí uno de esos errores que se cometen en la vida del viajero al ir a ciegas hacia algún lado que desconoces. De vuelta hacia la capital podría haber elegido otro itinerario, pero me resultó mucho más interesante bajar, aunque no en barco, parando en dos ciudades que están a orillas del río Ayeyarwady. Aunque el Mekong también colinda con Myanmar, el Ayeyarwady es el que le da toda la magia. Ese río que da y quita la vida. Ese río que surca y divide un país, creando una cicatriz a la que no se le puede dar el atributo de cristalina precisamente. Magwe, primera parada desde Bagan en dirección a Yangón, es un desastre de lugar. Una ciudad grande, sin nada más que la gente. Ni siquiera un templo donde poder descansar un rato. El calor es lo que en los diccionarios se define como calor. La foto de Magwe debería aparecer en las enciclopedias al lado del término “calor”, “bochorno” y algún otro. Al menos una guesthouse, la más desastrosa que he pisado desde hace mucho tiempo, y la más cara que he conocido en Myanmar. El hecho es que no hay ninguna otra opción. Al preguntar en otro lugar donde ponía “guesthouse”, una chica ha llamado a un compi para que viniera y me dijera “no extranjeros”. Pues entonces no sé para qué escriben en el exterior “guesthouse”… en fin, que me tuve que quedar en el lúgubre lugar después de llegar a las doce de la mañana. Al menos hasta el día siguiente. Al menos aproveché a dormir, escribir y leer. Eso es algo que ya no me quita nadie.
A la mañana me cogí un autobús hacia Pyay. La verdad es que en este lugar había algo más que hacer. Pese a ser el viaje algo más largo de lo esperado, y llevar dos días en autobuses sin ningún otro forastero, no pierdo la ilusión. A veces, el hecho de que no haya más gente de fuera en el bus puede ser interesante. Otras veces, simplemente, es que no hay nada que hacer allí. Pyay es algo más. Pyay tiene algo que ver. Al menos la gente quiere compartir un rato contigo. Tanto es así que con un menda en un templo he empezado por sacarle una foto para que se viera, y hemos acabado tomando cervezas juntos. Yo ni una gota de burmés. Él, ni una gota de inglés. Entre los dos, unas cuantas gotas de cerveza. Enamorado de los mercados como siempre, me pierdo entre sus pequeñas calles. A lo más alto de la más alta pagoda he tenido que subir para ver qué se veía desde allí. Un enorme budha me encontré a su lado. Gente que sigue señalando mi piercing de la nariz. Miradas atónitas cuando entras en un bar lleno de gente. Una cerveza es un refrigerio para mí. Para ellos es una película. Estaba escribiendo en mi cuaderno cuando he levantado la mirada. Todo el mundo me estaba mirando. Sin hablar entre ellos. Solamente mirándome. Hay días que pasas la mitad del tiempo diciendo “hola” y “adiós” a la gente. Y la otra mitad sonriendo a gente que te mira. Porque son de esas miradas que se sienten en la espalda. No son malignas. Son cariñosas y atónitas. Pero se sienten. Una sonrisa de vuelta y todo queda en un nuevo amigo que anda por ahí distraído. Una ciudad sucia que, de nuevo, la gente y el dueño de la guesthouse han convertido en un buen lugar donde quedarse un par de días. De aquí a Yangón, de vuelta. Cojo un tren nocturno para llegar por la mañanita. Me quedan tres días en la capital y de vuelta para Bangkok.
Yangón me esperaba tranquilo y atento, como siempre. Con ese ritmo peculiar. Con ese relax en medio del bullicioso tráfico y sus aglomerados transeúntes. Otra vez, perdido entre sus calles de Chinatown es donde me encuentro más a gusto. Sin rumbo fijo y sin necesidad de ver más pagodas ni templos. Utilizaré Yangón para pasear, furtivo, por sus calles. Devorar libros en la guesthouse más tenebrosa que uno puede encontrar, pero también la más barata y amable. Con sus gentes trastornadas de la cabeza, que bailan, que cantan, que hacen que pelean, que pelean conmigo, y con quien lo desee. Hostia! Rouven otra vez. Una bonita despedida de un menda que me he ido encontrando por todos lados. Buenos ratos hemos compartido. Y no hay mejor despedida que unas cuantas cervezas antes de que él coja un taxi para su vuelo de vuelta a casa. Y cuando digo unas cuantas… es que se nos fue un poco la mano. Hacía mucho calor. Las pipas que acompañaban estaban muy buenas, y el lugar era barato sin igual. Viendo al Real Madrid contra el Betis en la tele. Pipas, birra y fútbol. Suena a una tarde madrileña en todo su esplendor. De hecho una tarde madrileña de verano, de ese sofocante que en Madrid todavía le quedan unos meses por esperar. Pensando más en Tailandia que en las horas que me quedan en Yangón. Pensando más en India que en el mes que me queda en Tailandia. La cabeza loca con planes sin planes. Bangkok de nuevo, mañana te veré por cuarta vez. Y, por supuesto, no será la última. Siempre estás ahí esperando a los viejos amigos. A los viejos enemigos que tanto te odian. Pero yo, creyendo antes que ibas a ser horroroso y despreocupado por lo que te visitan, ahora te echo de menos y espero encontrarte mañana de nuevo como lo hice en anteriores ocasiones. Allí, grande, enorme, haciendo de tus calles un laberinto por el que buscar algo más que tiendas y gentes. Y a ti, Yangón; Y a ti, Myanmar; aquí os dejo para otro momento. No me esperéis, pero avisaré antes de venir. Porque volveré.
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Una pegatina de St. Paui en medio de todas las pegatinas de tickets de autobús, en una estación de servicio en Thai |
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La colonización inglesa dejó huella en Myanmar - Yangón |
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Sule Paya desde Mahabandoola Rd. - Yangón |
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Más ventanas |
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Shwedaggon Paya - Yangón |
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Aquí las cabinas telefónicas son así. una señora con un teléfono fijo (o siete) enchufado a un cable que viene de un árbol - Mandalay |
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Que no son jarrones de cerámica, que son tuberías - Madalay |
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Ampliar la imagen y leer los letreros - Mandalay |
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Mahamunni Paya, en Mandalay, restringe el acceso de las mujeres a la estatua de budha, que todos los hombres recubren día tras día con nuevo papel de oro. ellas, desde fuera, muestran su respeto y plegarias - Mandalay |
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No están sucios. Se maquillan para protegerse del sol y aplicar diseños a sus caras. algo realmente atractivo |
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May I help you? (Te puedo ayudar?) Lo pone en todas las comisarías de policía. |
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Pidiendo arroz prontito por la mañana.Es como la gallofa, pero todos los días - Hsipaw |
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Heavy Metal Monk |
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Fumando cigarros con un bong. Este y los demás son los leñadores que nos dieron cobijo en aquella aventura de Hsipaw a Namshan |
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Prenden sus bosques |
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Nuestra habitación en Kun Hawk |
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La hora del baño |
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En la nada |
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Dormimos en este monasterio. no nos dio tiempo a seguir antes de que anocheciera |
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Qué miedito, que este puente está muy alto!!! |
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En el mercado de Kalaw, cada cinco días, las tribus bajan de las montañas a vender sus productos |
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Cowsurfing |
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Yo no pago |
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Moras amarillas de zarzas que no pinchan |
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Preparando el maquillaje protector |
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Árbol bayan, sagrado |
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Recogiendo jengibre. estaba muy rico!!! |
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Ancha es Castilla... qué no! que es Myanmar! |
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Un japonés te saluda, los otros a su royo paragüero - Inle Lake |
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Whisky? no, gasolina |
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Bagan |
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Siesta a la sombra del sombrerete del templo |
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Espero que este bus llegue a Magwe |
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Cría cuervos. Pyay, bandas enteras al anochecer sobrevuelan la ciudad |
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SkyNet, el responsable de que todo se fuera al traste en Terminator, empezó aquí, en Pyay, Myanmar |
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Ese maquillaje tan especial viene de este tipo de madera, la venden en tronquitos |
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Repollos! |
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Una Singer original... tantos recuerdos... |
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No creo que vendan mucho Apple aquí... tal vez manzanas. |
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Esto sí que fue una novedad, yo que creía que aquí nadie recogía la mierda |
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No son pirámides, son fábricas de ladrillos |
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Y cuando digo lo de la mierda lo digo por lo que podéis ver en esa calle. y esa era la calle de mi guesthouse en Yangón |
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No son nazis, son budhistas. es el símbolo del budhismo |
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A saber qué tipo de entretenimiento puedes encontrar en ese ascensor |
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Esperando a ver si aparecía algún leñador frente a nuestra casa por una noche |
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Yangón |
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Montañas de Kalaw |
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Mandalay |
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Namshan |
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Bagan |
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Bagan |